LA CUARENTENA
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Entre Ríos era, en los años del 1930, un pequeño poblado de pocos
centenares de habitantes, algunos de ellos desempeñaban funciones en el aparato
burocrático pueblerino: correo, telégrafo, policía, sub-prefectura,
sub-alcaldía; otros, en actividades relacionadas con la agropecuaria luego, los
propietarios arrieros que llevaban ganado a las minas de Potosí y Oruro y sal
colorada de piedra a Santa Cruz, trayendo a su retorno azúcar negra, chancaca y
otros productos de vestuario y algunas joyas de oro por encargo; la actividad
de arriero era la mas riesgosa pues tenían que lidiar frecuentemente con los
cuatreros que asolaban los caminos; también se encontraban algunos comerciantes
árabes en telas: lienzos, bayetas y algunas baratijas de utilidad
incuestionable. Así, la vida en el pueblo transcurría cansina y plácidamente en
medio de bellas y onduladas praderas, rodeadas por exuberantes bosques de
sierra, atravesados por ríos y arroyos cristalinos.
En los albores de la república, el Cnl. Burdet O’connor, que combatió heroicamente junto a Bolívar y Sucre
por la independencia americana, y con quienes, además, compartía los ideales
mirandinos, eligió para sí, parte de
este bucólico jirón patrio, seguramente pensando en el reposo del guerrero, y
lo escogió - dijo- por que era tan parecido y bello como su Irlanda natal. El
verde dominante, en sus diversas tonalidades, y las pircas de piedra que
limitan las fincas, le permitían instantáneamente tal comparación.
Muchas familias que habitaban Entre Ríos, la década de 1930, estaban
vinculadas a antiguas familias de Tarija, en realidad constituían extensión de
aquellas. Entre los años 1932
a 1935, el tranquilo poblado, con casas de techos de
teja, casi cubiertos de musgos por la excesiva humedad debido a las
persistentes lloviznas, se convirtió en un hormiguero de gente, por causa de la
guerra entre Bolivia y Paraguay; entonces el antiguo pueblo, La Vega de la
Nueva Granada, nombre con el que nació cuando lo fundó el anciano español don
Juan Pórcel de Padilla en 1616, era paso obligado de soldados y oficiales que,
desde Tarija y los departamentos del norte, se dirigían al Gran Chaco, al frente de batalla.
Transcurría, nerviosamente y con muchas privaciones el año 1934, la
guerra -se decía- terminaría en cualquier momento; la diplomacia de ambos
países, con la mediación activa de La Liga de las Naciones, exploraba la
posibilidad de un entendimiento para la firma de un armisticio; a pesar de tal
perspectiva la guerra seguía desarrollándose con toda fiereza; Paraguay después
de haber tomado, a un alto costo, la fortaleza defensiva de El Carmen, a fines
del año anterior, ahora preparaba el asalto al estratégico Villamontes. El
ejército nacional, ante tal eventualidad, y para organizar su defensa, ordenó
la evacuación de la población civil; el destino más cercano y seguro para los
villamontinos era precisamente Entre Ríos. El Comando Militar informó e
instruyó a las autoridades de ambos poblados a que tomasen las previsiones
necesarias y suficientes para el éxito de dicha operación.
Los vecinos de San Luís de Entre Ríos --denominativo que recibió, en su
fundación republicana, en 1901--, adoptaban con premura todos los recaudos para
recibir y albergar a los evacuados; se preparaban habitaciones, se acumulaban
algunos víveres, todo con evidente ansiedad, había que dar lo mejor para
recibir a los hermanos en apuros, quienes ,a su vez, habían realizado denodados
esfuerzos para mitigar el hambre histórica y la sed de los soldaditos descalzos
quechua-aymaras y “collas blancos” , chapacos y cambas- que pernoctaban en Villamontes antes de pasar
a las ardientes arenas del campo de batalla. Entre tanto, la gente Villamontina, febrilmente, se preparaba para
el éxodo: ropa de vestir, de cama y utensilios básicos de cocina y comedor se
introducían desordenadamente, por el apuro, en viejas y derruidas petacas de
cuero. Organizaron a los vecinos de la mejor manera posible y, con indicaciones
precisas, abordaron los pequeños camiones Ford T puestos a disposición por el
batallón de caminos; atrás quedaban sus casas, construidas a “palo y
pique” y, en sus paredes, empotradas con
apresuramiento, pequeñas ollas de barro o
cofres con plata blanca y libras esterlinas con que les pagaban –a los
ganaderos-- los comerciantes arrieros que llevaban vacunos a las minas de Oruro
y Potosí, años después estos entierros serían incorporados en el imaginario
popular como “tapaos”; los cuales –se decía-- empezaban a arder en ciertas
noches oscuras; finalmente un jefe militar que controlaba la operación, dio la
orden de partida y los camioncitos, cargados sin misericordia, con personas y
enseres, iniciaron penosamente la marcha; algunos familiares, de la gente que
se marchaba, estuvieron para despedirlos, todos ellos hombres jóvenes, en edad
de combatir, quienes con lágrimas en los ojos, agitaban sus manos en señal de
adiós, quizá nunca mas volverían a encontrarse. La guerra cobró la vida a algo
más de cincuenta mil jóvenes compatriotas.
Después de una nada fácil travesía, por serpenteantes cornisas y con el
rugiente y achocolatado Pilcomayo al fondo de terribles precipicios y, a pesar
del grosero estado de los caminos, si así se los podía llamar, arribaron, con
el cansancio a cuestas, al punto de destino, donde la gente, a la entrada del
pueblo, se había arremolinado para darles la bienvenida al grito de: “viva la
patria”, “Viva Bolivia”, no faltaron los “mueran los pilas”; ésta última
expresión, en realidad, no trasuntaba lo que ocurría con los prisioneros
paraguayos, quienes recibían un trato, mas bien cordial. La banda de música de
un batallón que allí se encontraba acantonado hacía sonar, ora una cueca
chapaca, ora el lamento de un huayño norteño, creando una atmósfera que
oscilaba entre lo festivo y lo nostálgico; sin embargo, la efusividad y la
emotividad estaban presentes, abrazos aquí y allí, convite de aloja, masitas y
algunos ramos de flores; con éstas y otras manifestaciones de cariño, y con las
palabras de circunstancias a cargo de la autoridades, fueron recibidos los
esperados visitantes de la ribera norte del Itica guasu.
Paulatina y ordenadamente se asignó a cada familia lugareña el número
de personas que se albergarían en sus domicilios. Entrada la noche llegó la
calma y el silencio, sólo atravesadas
por lastimeros ladridos de perros que provenían de algún rincón del villorrio.
Sin embargo, la actividad proseguía sin
pausa para los incansables componentes de la Comisión de Recepción, casi todos,
notables del pueblo porque sabían leer y escribir y porque, casi sin excepción,
eran propietarios de fincas; eran “gente
de tener” y como tales, en honor a la verdad, ayudaban y aportaban con largueza
y sacrificio; varios de ellos habían perdido hijos, sobrinos y yernos en el
campo de batalla, aunque se decía que
algunos habían ocultado a sus vástagos
para que no fuesen a la guerra, o que los habían ubicado, haciendo valer
sus influencias, en puestos de retaguardia. Como quiera que hubiese sido, allí,
en ese escenario de urgentes necesidades, se encontraban prestando importantes
servicios los:del Carpio, Paz Echazú, Saracho, Mendieta, Arellano, Villarroel,
Vargas, Castañeda, Raña, Araoz, Lema, Lascano, Valverde, D’arlach, Quiroga,
Montellano, Jaramillo y algunos árabes como los Exeni, Amás, Oved, Baracat y
otros más que escapan a la frágil memoria. De los vecinos nombrados, varios
decidieron trasladarse a sus casas de hacienda, este fue el caso de doña Josefa
Raña, una mujer que irradiaba simpatía, reconocida por su don de relacionarse
fácilmente con unos y otros y, al mismo tiempo, poseedora de un carácter
enérgico; en varias oportunidades y en presencia de militares, había criticado
la guerra, entre dos países hermanos, como una estupidez. Sin embargo esta
mujer de tez bronceada, cejijunta y de grandes ojos negros que adornaban su
agraciado rostro, le ponía el hombro a la patria suministrando, para ayudar a
alimentar a la tropa, carne, maíz y papa producidos en su finca. Según sus
allegados, Josefa se aproximaba a los 55 años, la aun bella dama, viuda desde
hacía varios años, había decidido dejar su casa, ubicada en la esquina oeste de
la plaza, camino a la cahuarina, en manos
de la recién llegada familia Salazar, hasta que se firmase el tan ansiado
armisticio y pudieran retornar a su añorado solar. Josefa reservó para sí, una
habitación en la que meticulosamente ordenó la parte mas significativa de sus
pertenencias, pretendía que cuando regresara tuviese a mano todo lo necesario
para sus actividades cotidianas, luego
mantuvo una amena conversación con los Salazar a quienes, al despedirse
cortésmente les dijo: --Dejo mi casa en buenas y decentes manos, espero que les
sea de utilidad, que tengan ustedes una feliz estadía--, a lo que don Belarmino
Salazar respondió:--Mi familia y yo le estamos muy agradecidos por todo lo que
usted hace por nosotros, vaya tranquila, cuidaremos de sus bienes como si
fueran nuestros, hemos observado que usted ama las plantas, cuando esté de
regreso, intentaremos que estén mas hermosas de lo que ahora se encuentran-.
Luego se despidieron con muestras de mutua simpatía.
Acompañada de Salomé, su hija de crianza y de su capataz, a quien había
mandado llamar, tomaron todos los recaudos necesarios para el viaje hacia la
finca “La Escondida” en Zapatera, con dos mulas cargadas de diversos víveres,
algunas cobijas y ropas, adelante; y ellos, montados en briosos caballos, uno bayo, otro alazán y el
tercero un negro retinto, atrás, con esa formación se enrumbaron lentamente por
una polvorienta callejuela, hacia la salida del pueblo.
La vida de “lugareños” y “afuereños” transcurría sin sobresaltos, los
últimos se había procurado alguna actividad; unos compartían su experiencia en la crianza de ganado
vacuno, otros, pese a sus evidentes limitaciones, intentaban enseñar las
primeras letras a varios campesinos, quienes soñaban escribirles a sus hijos
que se encontraban en el frente de guerra y leer las cartas que de ellos
recibían, escritas seguramente por algún comedido estudiante universitario,
camarada de armas e infortunios; así, muchos encontraban alguna actividad que
realizar, estaban contentos porque se sentían útiles y verdaderamente lo
eran.
Inesperadamente, un aciago día, de sofocante calor y asfixiante humedad
que embotaba los sentidos, empezaba a desencadenarse una dura experiencia que
iba a poner a prueba, la entereza, el
sentido de sacrificio y la solidaridad de todos los que entonces habitaban
Entre Ríos. María Victoria, bella y llamativa jovencita, hija mayor de los
Salazar, empezó a quejarse de un molestoso dolor de cabeza el que, con el
correr de las horas, fue aumentando de intensidad, resultándole difícil de
tolerar, a este cuadro se sumó el estallido de fiebre; así transcurrió la
noche, entre la desesperación de sus padres y el ir y venir del médico del
pueblo quien suponía, no sin ciertas dudas, que sólo se trataba de la ingestión
de algún alimento, presumiblemente en mal estado o de alguna gripe.
Al amanecer, cuando el galeno se encontraba, en una penosa habitación,
acostado sacrificadamente sobre un vetusto, crujiente y desportillado camastro
de fierro, esforzándose, sin plena conciencia, en conciliar un sueño profundo, fue requerido con urgencia
por los alarmados familiares de nuevos y numerosos pacientes; todos presentan
–dijeron- los mismos síntomas; a esta conclusión habían arribado, mientras
esperaban que el médico los atendiera. El padre de uno de los infortunados, que
llevaba un sombrero de ala ancha, dijo en voz baja:--espero que el joven
doctorcito se de cuenta de lo que está ocurriendo y pueda hacer algo--; una
señora de mediana edad, con una cicatriz de quemadura en el lado izquierdo de
su rostro, y cuyo esposo se encontraba entre los enfermos, intervino para decir:
--nuestro médico, aunque joven, es muy devoto de su profesión, tenemos mucha
confianza en su capacidad, además, es muy humano, de sentimientos nobles, aquí,
se ha ganado el respeto y cariño de todos--; --con esas referencias --respondió
el señor del sombrero--, me quedo
tranquilo--. Entretanto el médico terminaba de tomar nota del estado general de
los enfermos y explicaba a sus familiares los cuidados a los que debían
someterlos y los medicamentos que debían suministrarles.
Al promediar la tarde, el médico fue requerido con carácter de urgencia
por los Salazar, el estado de salud de Maria Victoria había empeorado
notoriamente, la fiebre pasaba los 40ºc acompañada, además, por escalofríos,
delirio y vómitos; Jorge Lafuente, el doctor, empezaba a mostrar signos de
cansancio y preocupación, su palidez y las marcadas ojeras lo delataban; las
dos enfermeras que lo secundaban sacrificada y eficientemente, presentaban,
también, síntomas de agotamiento, el trabajo era prácticamente sin horario y,
pese a los esfuerzos en la atención, no percibían mejoría en los enfermos;
decidieron, entonces, enviar a Tarija, con carácter de urgencia y emergencia
una enfermera emisaria para poner al tanto, de todo lo que estaba ocurriendo, a
las autoridades sanitarias; con esa misión partió a la capital, Lucinda Moreno, la mayor y mas
experimentada asistente del Dr. Lafuente; previamente enviaron telegramas, a la
Dirección de Salud, pero aún no tenían respuesta, al parecer, según el guarda
hilos del telégrafo, algunos postes debieron caer por las fuertes lluvias, de
ahí la demora en la respuesta. La preocupación del médico se debía también a
que la evolución de los pacientes iba en dirección opuesta a su inicial
diagnóstico, había puesto lo mejor de sí y utilizado todos los medicamentos que
creía útiles y que tenía a su alcance, más las medicinas caseras con los que
unos y otros intentaban bajar la fiebre y parar los vómitos, de poco servían
los paños fríos, los baños de malva, ventosas y las múltiples y dolorosas
sangrías en muñecas y tobillos.
Entrada la noche, el número de pacientes había superado la veintena,
frente a una situación que se complicaba rápidamente, el Dr. Lafuente optó por
solicitar el apoyo del equipo médico de la posta del batallón allí estacionado;
rápidamente conformaron una junta, constituida por dos médicos, cuatro
enfermeras y un practicante; acto seguido pasaron a deliberar y definir la medidas que adoptarían en las
horas venideras.
En la mañana del tercer día, el estado de salud de María Victoria Salazar,
era de gravedad, afloraron en sus axilas e ingles, pequeños tumores, los que
fueron aumentando de volumen hasta alcanzar el tamaño de un durazno. De los
demás pacientes, solo tres mostraron síntomas de mejoría, el resto empeoraba,
siguiendo la misma evolución que Maria Victoria; pasada la media tarde
ingresaron al hospitalito tres nuevos enfermos, a los que se les dio las
primeras medicaciones y con las recomendaciones del caso, se los envió de
regreso a sus hogares, debido a que la capacidad de internación del llamado
hospital había sido ampliamente rebasada.
En la madrugada del 23 de mayo, pese a la cuidadosa atención médica;
Maria Victoria dejó de respirar, hecho que generó un drama familiar, su madre
estallo en violentos sollozos y don Belarmino se hundió en un profundo
silencio, producto de una fuerte depresión; tal desenlace conmovió a todo el
pueblo. En las siguientes horas, el número de pacientes pasaba el medio centenar, de toda la población se apoderó el pánico, el
que se expresaba de diversas maneras, unos optaban por irse al campo, otros
compraban víveres y se encerraban en sus domicilios y finalmente el grupo más
numeroso organizó una rogativa; la procesión con la Virgen Guadalupe cargada en
los hombros de cuatro feligreses, que cada tanto cambiaban por otros, dio la
vuelta al pueblo para dirigirse luego hacia La Cruz, en lo más alto de una
loma, contigua al cementerio.
Los días siguientes fueron de pesadilla, los decesos aumentaban en
proporción directa al número de personas que caían enfermas; entre los
fallecidos se contaban a dos trabajadores encargados de entierros, causa para
que se produjera la deserción de los demás peones; a partir de entonces solo
los “soldaditos”, por órdenes superiores, se ocupaban de cavar fosas y sepultar
los numerosos cadáveres. En muchos casos las inhumaciones se realizaban de tres
o cuatro occisos a la vez y, en una o dos ocasiones se ejecutaron cremaciones,
el pestilente olor a carne quemada esparcida por el viento denunciaba lo que
ocurría, por último era un intento más
de evitar una mayor propagación de la enfermedad.
Finalmente, de Tarija arribó la esperada comisión de médicos y
paramédicos trayendo consigo una buena dotación de medicamentos que supusieron sería de utilidad
para combatir la epidemia que estaba azotando Entre Ríos. La primera dificultad
para la atención de los enfermos era la ínfima infraestructura hospitalaria
existente en el pueblo; el pequeño hospitalito que funcionaba sobre la vereda
este de la plaza --donde actualmente está emplazada la iglesia, construida en
piedra-- tenía mínima capacidad de
internación, por lo que se improvisaron mayor número de tiendas de campaña
militar. Los médicos de la comisión, después de haber recibido un detallado
informe de sus colegas del pueblo y luego
realizar una pormenorizada visita y auscultación a los pacientes, arribaron
entre todos al convencimiento de que se trataba de la peste bubónica. Los
enormes bubones presentes en axilas, cuello e ingles de los pacientes,
acompañados de los demás síntomas ya señalados, los autorizaba a tal
diagnóstico. Informadas las autoridades nacionales del rubro, declararon
cuarentena, y confirmando las medidas ya asumidas, decidieron el establecimiento de un cordón sanitario, el
traslado inmediato de la “tranca” a siete kilómetros de la salida y entrada a
la villa; los encargados del batallón de caminos establecieron el lugar
adecuado para la apertura de un tramo de ruta que no pasara por la villa; nadie
podía entrar o salir del pueblo mientras durase la cuarentena.
Mientras médicos,
paramédicos y otros héroes anónimos proseguían dando dura batalla a
la peste bubónica; en el frente de guerra, los paraguayos persistían en
denodado esfuerzos por capturar Villamontes,
lo habían intentado insistentemente durante febrero y marzo, sin éxito alguno;
las tropas bolivianas al mando del valiente e inteligente Tcnl. Germán Busch,
lograron establecer un férreo candado en torno a Villamontes; Busch tuvo el
tino de organizar una unidad de elite con “vaquianos” chaqueños y entrerrianos
y la participación de algo más de una veintena de guías chiriguanos,
experimentados conocedores, al detalle, de todos los recovecos del pie de monte
cordillerano. Cuando Busch percibió que los paraguayos llegaron al
convencimiento de que la toma de Villamontes les resultaba imposible y, que el
estado de ánimo de los soldados del Gral. Estigarribía había decaído
notoriamente, inició una amplia y arrolladora contraofensiva, logrando
recuperar todo el territorio donde se encontraban los campos petrolíferos y
empujar a los paraguayos hasta la llanura chaqueña. Así quedó establecida una
nueva correlación de fuerzas que dejaba a Bolivia en una situación nada
desdeñable y al Paraguay en posesión del Chaco Boreal, pero definitivamente
imposibilitado de intentar cualquier nuevo avance. Ante este nuevo
posicionamiento, la Liga de las Naciones impulsó decididamente la Conferencia
de Paz; iniciándose negociaciones, que
finalmente, permitieron la firma de un Protocolo de Armisticio, que entró en
vigencia el 14 de junio. La paz entre ambas naciones fue recibida, también en
Entre Ríos, con gran algarabía, y se tuvo doble motivo de festejo, pues la
peste bubónica igualmente había cedido y, al parecer, estaba controlada; sin
embargo, se tomaban todas las previsiones para evitar su rebrote, pues se había
comprobado que en alguna petaca traída desde Villamontes se había colado el
roedor portador de la peste.
Entre tanto, en Zapatera, Josefa Raña era informada, por su sagaz
capataz, de cuanto acontecía, en Entre Ríos,
respecto a la peste, y los pasos que se daban en torno a la puesta en vigencia
del ARMISTICIO entre Bolivia y Paraguay; las noticias como a todos la llenó de
alegría; también estaba al tanto que en el pueblo reinaba gran agitación debido
a que las familias villamontinas se preparaban, con denuedo y excitación, para retornar a la tierra de sus
amores. Ante tal evidencia Josefa le
dijo a Indalecio, su capataz —mañana temprano partimos al pueblo, hay que
amarrar los caballos y las mulas—. --No se preocupe patrona, contestó Indalecio,
tempranito todo estará en orden—llegaremos, para hacer noche y descansar, donde
su comadre Mercedes Herrera, no conviene transitar hasta muy de noche, me han
comentao que los cuatreros están muy activos--.
A Josefa le costó conciliar el sueño, quería llegar a tiempo para
despedir a los Salazar; estaba avisada de que la caravana hacia el Chaco
partiría el lunes a las nueve y treinta. Tal cual habían planificado --Josefa,
Salome, el capataz y el peón que apuraba a las mulas --arribaron a Entre Ríos
el día domingo en momentos que repicaban las campanas de la iglesia llamando a
los feligreses para la misa de la mañana. Como había tiempo suficiente, primero
se dirigieron a su casa, allí los Salazar preparaban con mucho entusiasmo sus
bártulos, había llegado para ellos, la hora de regresar a casa y a su río
Pilcomayo; sentían alegría pero a la vez les embargaba un profundo dolor por la
irreparable pérdida de María Victoria, un sentimiento encontrado, igual al que
experimentaban otras familias por razones semejantes. El encuentro fue emotivo,
a su turno se confundieron en cariñosos abrazos; con la voz entrecortada por la
emoción y con lágrimas que le rodaban por la mejilla, Manuela Salazar le dijo a
Josefa: --que alegría que haya llegado, hubiésemos lamentado mucho irnos sin
verla. Sus palabras de aliento, en las cartas que nos escribió, han sido como
gotas de agua en el desierto para nosotros. -- ¡¡gracias por todas las
atenciones!!, --me tiene que jurar que
nos visitará; en Villamontes, siempre la estaremos esperando—. A lo que Josefa
les respondió: – Queridos amigos, si Dios me lo permite, estaré a visitarlos
con Salomé, para navidad, tienen mi palabra de honor--. –Les deseamos feliz
viaje y mucha suerte.
Al día siguiente, lunes en la mañanita, como estaba programado, los
villamontinos fueron acompañados por
prácticamente todas familias entrerrianas quienes se dieron cita a la
despedida; las muestras de afecto se expresaron de diferentes formas pero
predominaron los presentes en comidas y refrescos para el viaje. Así, nuestros
hermanos partieron de regreso a la tierra de sus amores.
Ya en su domicilio, Josefa, buscando sustraerse de sus preocupaciones y nostalgias empezó a
pasar revista, una a una, a sus plantas preferidas, en particular a los
jazmines del cabo, los que estaban
acomodados, estratégicamente, a lo largo de la galería y cuya fragancia
embriagadora inundaba el ambiente; les habló, se comunicó con ellas y
experimentó un agradable alivio, encontró que sus plantas estaban
primorosamente cuidadas y mas bellas que cuando ella partió a Zapatera; los
Salazar volvieron a su memoria.
En la noche, inició ciertos
arreglos y cambios de lugar de algunas cosas que se encontraban en cajas, unas
encima de otras, luego retiró algunas prendas que se hallaban ordenadas sobre
su cama, extendió cobijas limpias, experimentó un cierto cansancio y decidió
acostarse, aun siendo temprano, pues pensó: “Mañana me espera un arduo día,
tengo pendiente muchos asuntos.” Del siguiente día, utilizó toda la mañana y
parte de la tarde en resolver algunos problemas; después del té, le aquejó un
agudo dolor de cabeza, cortó una papa en rodajas y se las puso en la frente en
busca de alivio; luego bebió una infusión de hojas de naranjo y finalmente quedó
dormida. Los dos días siguientes, Josefa sufrió todas las manifestaciones que
experimenta un ser humano como consecuencia de la bubónica; los médicos, pese a
todos los esfuerzos, nada pudieron hacer para salvarla, finalmente, cerró sus
ojos para siempre, era el dos de julio; de su entierro se ocupó el cuerpo de
sanidad, no se permitió ninguna visita, pues se temía un rebrote de la peste.
Su habitación, que había permanecido con llave durante su ausencia, había
servido para que en ella anidaran algunos roedores, la brigada de tramperos,
conocidos en el decir popular como “los rateros”, llegó al domicilio y procedió
a armar trampas para las temidas ratas.
Todos los objetos que doña Josefa había almacenado en su habitación se
incineraron, la casa clausurada en cuarentena. La población consternada lloró
su muerte, Entre Ríos había perdido a una de sus hijas más queridas: solidaria,
leal, siempre dispuesta a ayudar al otro, cualquiera que fuese.
FIN
Fernando Soto Quiroga
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