LA CUARENTENA

7:02 p. m.


Entre Ríos era, en los años del 1930, un pequeño poblado de pocos centenares de habitantes, algunos de ellos desempeñaban funciones en el aparato burocrático pueblerino: correo, telégrafo, policía, sub-prefectura, sub-alcaldía; otros, en actividades relacionadas con la agropecuaria luego, los propietarios arrieros que llevaban ganado a las minas de Potosí y Oruro y sal colorada de piedra a Santa Cruz, trayendo a su retorno azúcar negra, chancaca y otros productos de vestuario y algunas joyas de oro por encargo; la actividad de arriero era la mas riesgosa pues tenían que lidiar frecuentemente con los cuatreros que asolaban los caminos; también se encontraban algunos comerciantes árabes en telas: lienzos, bayetas y algunas baratijas de utilidad incuestionable. Así, la vida en el pueblo transcurría cansina y plácidamente en medio de bellas y onduladas praderas, rodeadas por exuberantes bosques de sierra, atravesados por ríos y arroyos cristalinos.

En los albores de la república, el Cnl. Burdet O’connor, que  combatió heroicamente junto a Bolívar y Sucre por la independencia americana, y con quienes, además, compartía los ideales mirandinos,  eligió para sí, parte de este bucólico jirón patrio, seguramente pensando en el reposo del guerrero, y lo escogió - dijo- por que era tan parecido y bello como su Irlanda natal. El verde dominante, en sus diversas tonalidades, y las pircas de piedra que limitan las fincas, le permitían instantáneamente  tal comparación.

Muchas familias que habitaban Entre Ríos, la década de 1930, estaban vinculadas a antiguas familias de Tarija, en realidad constituían extensión de aquellas. Entre los años 1932 a 1935, el tranquilo poblado, con casas de techos de teja, casi cubiertos de musgos por la excesiva humedad debido a las persistentes lloviznas, se convirtió en un hormiguero de gente, por causa de la guerra entre Bolivia y Paraguay; entonces el antiguo pueblo, La Vega de la Nueva Granada, nombre con el que nació cuando lo fundó el anciano español don Juan Pórcel de Padilla en 1616, era paso obligado de soldados y oficiales que, desde Tarija y los departamentos del norte, se dirigían al  Gran Chaco, al frente de batalla.

Transcurría, nerviosamente y con muchas privaciones el año 1934, la guerra -se decía- terminaría en cualquier momento; la diplomacia de ambos países, con la mediación activa de La Liga de las Naciones, exploraba la posibilidad de un entendimiento para la firma de un armisticio; a pesar de tal perspectiva la guerra seguía desarrollándose con toda fiereza; Paraguay después de haber tomado, a un alto costo, la fortaleza defensiva de El Carmen, a fines del año anterior, ahora  preparaba  el asalto al estratégico Villamontes. El ejército nacional, ante tal eventualidad, y para organizar su defensa, ordenó la evacuación de la población civil; el destino más cercano y seguro para los villamontinos era precisamente Entre Ríos. El Comando Militar informó e instruyó a las autoridades de ambos poblados a que tomasen las previsiones necesarias y suficientes para el éxito de dicha operación.

Los vecinos de San Luís de Entre Ríos --denominativo que recibió, en su fundación republicana, en 1901--, adoptaban con premura todos los recaudos para recibir y albergar a los evacuados; se preparaban habitaciones, se acumulaban algunos víveres, todo con evidente ansiedad, había que dar lo mejor para recibir a los hermanos en apuros, quienes ,a su vez, habían realizado denodados esfuerzos para mitigar el hambre histórica y la sed de los soldaditos descalzos quechua-aymaras y “collas blancos” , chapacos y cambas-  que pernoctaban en Villamontes antes de pasar a las ardientes arenas del campo de batalla. Entre tanto, la gente  Villamontina, febrilmente, se preparaba para el éxodo: ropa de vestir, de cama y utensilios básicos de cocina y comedor se introducían desordenadamente, por el apuro, en viejas y derruidas petacas de cuero. Organizaron a los vecinos de la mejor manera posible y, con indicaciones precisas, abordaron los pequeños camiones Ford T puestos a disposición por el batallón de caminos; atrás quedaban sus casas, construidas a “palo y pique”  y, en sus paredes, empotradas con apresuramiento, pequeñas ollas de barro o  cofres con plata blanca y libras esterlinas con que les pagaban –a los ganaderos-- los comerciantes arrieros que llevaban vacunos a las minas de Oruro y Potosí, años después estos entierros serían incorporados en el imaginario popular como “tapaos”; los cuales –se decía-- empezaban a arder en ciertas noches oscuras; finalmente un jefe militar que controlaba la operación,  dio  la orden de partida y los camioncitos, cargados sin misericordia, con personas y enseres, iniciaron penosamente la marcha; algunos familiares, de la gente que se marchaba, estuvieron para despedirlos, todos ellos hombres jóvenes, en edad de combatir, quienes con lágrimas en los ojos, agitaban sus manos en señal de adiós, quizá nunca mas volverían a encontrarse. La guerra cobró la vida a algo más de cincuenta mil jóvenes compatriotas.

Después de una nada fácil travesía, por serpenteantes cornisas y con el rugiente y achocolatado Pilcomayo al fondo de terribles precipicios y, a pesar del grosero estado de los caminos, si así se los podía llamar, arribaron, con el cansancio a cuestas, al punto de destino, donde la gente, a la entrada del pueblo, se había arremolinado para darles la bienvenida al grito de: “viva la patria”, “Viva Bolivia”, no faltaron los “mueran los pilas”; ésta última expresión, en realidad, no trasuntaba lo que ocurría con los prisioneros paraguayos, quienes recibían un trato, mas bien cordial. La banda de música de un batallón que allí se encontraba acantonado hacía sonar, ora una cueca chapaca, ora el lamento de un huayño norteño, creando una atmósfera que oscilaba entre lo festivo y lo nostálgico; sin embargo, la efusividad y la emotividad estaban presentes, abrazos aquí y allí, convite de aloja, masitas y algunos ramos de flores; con éstas y otras manifestaciones de cariño, y con las palabras de circunstancias a cargo de la autoridades, fueron recibidos los esperados visitantes de la ribera norte del Itica guasu.

Paulatina y ordenadamente se asignó a cada familia lugareña el número de personas que se albergarían en sus domicilios. Entrada la noche llegó la calma y el silencio, sólo  atravesadas por lastimeros ladridos de perros que provenían de algún rincón del villorrio. Sin embargo,  la actividad proseguía sin pausa para los incansables componentes de la Comisión de Recepción, casi todos, notables del pueblo porque sabían leer y escribir y porque, casi sin excepción, eran propietarios de fincas;  eran “gente de tener” y como tales, en honor a la verdad, ayudaban y aportaban con largueza y sacrificio; varios de ellos habían perdido hijos, sobrinos y yernos en el campo de batalla,  aunque se decía que algunos habían ocultado a sus vástagos  para que no fuesen a la guerra, o que los habían ubicado, haciendo valer sus influencias, en puestos de retaguardia. Como quiera que hubiese sido, allí, en ese escenario de urgentes necesidades, se encontraban prestando importantes servicios los:del Carpio, Paz Echazú, Saracho, Mendieta, Arellano, Villarroel, Vargas, Castañeda, Raña, Araoz, Lema, Lascano, Valverde, D’arlach, Quiroga, Montellano, Jaramillo y algunos árabes como los Exeni, Amás, Oved, Baracat y otros más que escapan a la frágil memoria. De los vecinos nombrados, varios decidieron trasladarse a sus casas de hacienda, este fue el caso de doña Josefa Raña, una mujer que irradiaba simpatía, reconocida por su don de relacionarse fácilmente con unos y otros y, al mismo tiempo, poseedora de un carácter enérgico; en varias oportunidades y en presencia de militares, había criticado la guerra, entre dos países hermanos, como una estupidez. Sin embargo esta mujer de tez bronceada, cejijunta y de grandes ojos negros que adornaban su agraciado rostro, le ponía el hombro a la patria suministrando, para ayudar a alimentar a la tropa, carne, maíz y papa producidos en su finca. Según sus allegados, Josefa se aproximaba a los 55 años, la aun bella dama, viuda desde hacía varios años, había decidido dejar su casa, ubicada en la esquina oeste de la plaza,   camino a la cahuarina, en manos de la recién llegada familia Salazar, hasta que se firmase el tan ansiado armisticio y pudieran retornar a su añorado solar. Josefa reservó para sí, una habitación en la que meticulosamente ordenó la parte mas significativa de sus pertenencias, pretendía que cuando regresara tuviese a mano todo lo necesario para sus actividades cotidianas,  luego mantuvo una amena conversación con los Salazar a quienes, al despedirse cortésmente les dijo: --Dejo mi casa en buenas y decentes manos, espero que les sea de utilidad, que tengan ustedes una feliz estadía--, a lo que don Belarmino Salazar respondió:--Mi familia y yo le estamos muy agradecidos por todo lo que usted hace por nosotros, vaya tranquila, cuidaremos de sus bienes como si fueran nuestros, hemos observado que usted ama las plantas, cuando esté de regreso, intentaremos que estén mas hermosas de lo que ahora se encuentran-. Luego se despidieron con muestras de mutua simpatía.

Acompañada de Salomé, su hija de crianza y de su capataz, a quien había mandado llamar, tomaron todos los recaudos necesarios para el viaje hacia la finca “La Escondida” en Zapatera, con dos mulas cargadas de diversos víveres, algunas cobijas y ropas, adelante; y ellos, montados en  briosos caballos, uno bayo, otro alazán y el tercero un negro retinto, atrás, con esa formación se enrumbaron lentamente por una polvorienta callejuela, hacia la salida del pueblo. 

La vida de “lugareños” y “afuereños” transcurría sin sobresaltos, los últimos se había procurado alguna actividad; unos compartían  su experiencia en la crianza de ganado vacuno, otros, pese a sus evidentes limitaciones, intentaban enseñar las primeras letras a varios campesinos, quienes soñaban escribirles a sus hijos que se encontraban en el frente de guerra y leer las cartas que de ellos recibían, escritas seguramente por algún comedido estudiante universitario, camarada de armas e infortunios; así, muchos encontraban alguna actividad que realizar, estaban contentos porque se sentían útiles y verdaderamente lo eran. 

Inesperadamente, un aciago día, de sofocante calor y asfixiante humedad que embotaba los sentidos, empezaba a desencadenarse una dura experiencia que iba  a poner a prueba, la entereza, el sentido de sacrificio y la solidaridad de todos los que entonces habitaban Entre Ríos. María Victoria, bella y llamativa jovencita, hija mayor de los Salazar, empezó a quejarse de un molestoso dolor de cabeza el que, con el correr de las horas, fue aumentando de intensidad, resultándole difícil de tolerar, a este cuadro se sumó el estallido de fiebre; así transcurrió la noche, entre la desesperación de sus padres y el ir y venir del médico del pueblo quien suponía, no sin ciertas dudas, que sólo se trataba de la ingestión de algún alimento, presumiblemente en mal estado o de alguna gripe.

Al amanecer, cuando el galeno se encontraba, en una penosa habitación, acostado sacrificadamente sobre un vetusto, crujiente y desportillado camastro de fierro, esforzándose, sin plena conciencia, en conciliar  un sueño profundo, fue requerido con urgencia por los alarmados familiares de nuevos y numerosos pacientes; todos presentan –dijeron- los mismos síntomas; a esta conclusión habían arribado, mientras esperaban que el médico los atendiera. El padre de uno de los infortunados, que llevaba un sombrero de ala ancha, dijo en voz baja:--espero que el joven doctorcito se de cuenta de lo que está ocurriendo y pueda hacer algo--; una señora de mediana edad, con una cicatriz de quemadura en el lado izquierdo de su rostro, y cuyo esposo se encontraba entre los enfermos, intervino para decir: --nuestro médico, aunque joven, es muy devoto de su profesión, tenemos mucha confianza en su capacidad, además, es muy humano, de sentimientos nobles, aquí, se ha ganado el respeto y cariño de todos--; --con esas referencias --respondió el  señor del sombrero--, me quedo tranquilo--. Entretanto el médico terminaba de tomar nota del estado general de los enfermos y explicaba a sus familiares los cuidados a los que debían someterlos y los medicamentos que debían suministrarles.

Al promediar la tarde, el médico fue requerido con carácter de urgencia por los Salazar, el estado de salud de Maria Victoria había empeorado notoriamente, la fiebre pasaba los 40ºc acompañada, además, por escalofríos, delirio y vómitos; Jorge Lafuente, el doctor, empezaba a mostrar signos de cansancio y preocupación, su palidez y las marcadas ojeras lo delataban; las dos enfermeras que lo secundaban sacrificada y eficientemente, presentaban, también, síntomas de agotamiento, el trabajo era prácticamente sin horario y, pese a los esfuerzos en la atención, no percibían mejoría en los enfermos; decidieron, entonces, enviar a Tarija, con carácter de urgencia y emergencia una enfermera emisaria para poner al tanto, de todo lo que estaba ocurriendo, a las autoridades sanitarias; con esa misión partió  a la capital, Lucinda Moreno, la mayor y mas experimentada asistente del Dr. Lafuente; previamente enviaron telegramas, a la Dirección de Salud, pero aún no tenían respuesta, al parecer, según el guarda hilos del telégrafo, algunos postes debieron caer por las fuertes lluvias, de ahí la demora en la respuesta. La preocupación del médico se debía también a que la evolución de los pacientes iba en dirección opuesta a su inicial diagnóstico, había puesto lo mejor de sí y utilizado todos los medicamentos que creía útiles y que tenía a su alcance, más las medicinas caseras con los que unos y otros intentaban bajar la fiebre y parar los vómitos, de poco servían los paños fríos, los baños de malva, ventosas y las múltiples y dolorosas sangrías en muñecas y tobillos.

Entrada la noche, el número de pacientes había superado la veintena, frente a una situación que se complicaba rápidamente, el Dr. Lafuente optó por solicitar el apoyo del equipo médico de la posta del batallón allí estacionado; rápidamente conformaron una junta, constituida por dos médicos, cuatro enfermeras y un practicante; acto seguido pasaron a deliberar y  definir la medidas que adoptarían en las horas venideras.

En la mañana del tercer día, el estado de salud de María Victoria Salazar, era de gravedad, afloraron en sus axilas e ingles, pequeños tumores, los que fueron aumentando de volumen hasta alcanzar el tamaño de un durazno. De los demás pacientes, solo tres mostraron síntomas de mejoría, el resto empeoraba, siguiendo la misma evolución que Maria Victoria; pasada la media tarde ingresaron al hospitalito tres nuevos enfermos, a los que se les dio las primeras medicaciones y con las recomendaciones del caso, se los envió de regreso a sus hogares, debido a que la capacidad de internación del llamado hospital había sido ampliamente rebasada.  

En la madrugada del 23 de mayo, pese a la cuidadosa atención médica; Maria Victoria dejó de respirar, hecho que generó un drama familiar, su madre estallo en violentos sollozos y don Belarmino se hundió en un profundo silencio, producto de una fuerte depresión; tal desenlace conmovió a todo el pueblo. En las siguientes horas, el número de pacientes pasaba  el medio centenar, de  toda la población se apoderó el pánico, el que se expresaba de diversas maneras, unos optaban por irse al campo, otros compraban víveres y se encerraban en sus domicilios y finalmente el grupo más numeroso organizó una rogativa; la procesión con la Virgen Guadalupe cargada en los hombros de cuatro feligreses, que cada tanto cambiaban por otros, dio la vuelta al pueblo para dirigirse luego hacia La Cruz, en lo más alto de una loma, contigua al cementerio.

Los días siguientes fueron de pesadilla, los decesos aumentaban en proporción directa al número de personas que caían enfermas; entre los fallecidos se contaban a dos trabajadores encargados de entierros, causa para que se produjera la deserción de los demás peones; a partir de entonces solo los “soldaditos”, por órdenes superiores, se ocupaban de cavar fosas y sepultar los numerosos cadáveres. En muchos casos las inhumaciones se realizaban de tres o cuatro occisos a la vez y, en una o dos ocasiones se ejecutaron cremaciones, el pestilente olor a carne quemada esparcida por el viento denunciaba lo que ocurría, por último era un  intento más de evitar una mayor propagación de la enfermedad.

Finalmente, de Tarija arribó la esperada comisión de médicos y paramédicos trayendo consigo una buena dotación de  medicamentos que supusieron sería de utilidad para combatir la epidemia que estaba azotando Entre Ríos. La primera dificultad para la atención de los enfermos era la ínfima infraestructura hospitalaria existente en el pueblo; el pequeño hospitalito que funcionaba sobre la vereda este de la plaza --donde actualmente está emplazada la iglesia, construida en piedra-- tenía mínima capacidad de internación, por lo que se improvisaron mayor número de tiendas de campaña militar. Los médicos de la comisión, después de haber recibido un detallado informe de sus colegas del pueblo y  luego realizar una pormenorizada visita y auscultación a los pacientes, arribaron entre todos al convencimiento de que se trataba de la peste bubónica. Los enormes bubones presentes en axilas, cuello e ingles de los pacientes, acompañados de los demás síntomas ya señalados, los autorizaba a tal diagnóstico. Informadas las autoridades nacionales del rubro, declararon cuarentena, y confirmando las medidas ya asumidas, decidieron el  establecimiento de un cordón sanitario, el traslado inmediato de la “tranca” a siete kilómetros de la salida y entrada a la villa; los encargados del batallón de caminos establecieron el lugar adecuado para la apertura de un tramo de ruta que no pasara por la villa; nadie podía entrar o salir del pueblo mientras durase la cuarentena.
Mientras médicos, paramédicos y otros héroes anónimos proseguían dando dura batalla a
la peste bubónica; en el frente de guerra, los paraguayos persistían en denodado esfuerzos por capturar Villamontes, lo habían intentado insistentemente durante febrero y marzo, sin éxito alguno; las tropas bolivianas al mando del valiente e inteligente Tcnl. Germán Busch, lograron establecer un férreo candado en torno a Villamontes; Busch tuvo el tino de organizar una unidad de elite con “vaquianos” chaqueños y entrerrianos y la participación de algo más de una veintena de guías chiriguanos, experimentados conocedores, al detalle, de todos los recovecos del pie de monte cordillerano. Cuando Busch percibió que los paraguayos llegaron al convencimiento de que la toma de Villamontes les resultaba imposible y, que el estado de ánimo de los soldados del Gral. Estigarribía había decaído notoriamente, inició una amplia y arrolladora contraofensiva, logrando recuperar todo el territorio donde se encontraban los campos petrolíferos y empujar a los paraguayos hasta la llanura chaqueña. Así quedó establecida una nueva correlación de fuerzas que dejaba a Bolivia en una situación nada desdeñable y al Paraguay en posesión del Chaco Boreal, pero definitivamente imposibilitado de intentar cualquier nuevo avance. Ante este nuevo posicionamiento, la Liga de las Naciones impulsó decididamente la Conferencia de Paz; iniciándose  negociaciones, que finalmente, permitieron la firma de un Protocolo de Armisticio, que entró en vigencia el 14 de junio. La paz entre ambas naciones fue recibida, también en Entre Ríos, con gran algarabía, y se tuvo doble motivo de festejo, pues la peste bubónica igualmente había cedido y, al parecer, estaba controlada; sin embargo, se tomaban todas las previsiones para evitar su rebrote, pues se había comprobado que en alguna petaca traída desde Villamontes se había colado el roedor portador de la peste.          

Entre tanto, en Zapatera, Josefa Raña era informada, por su sagaz capataz, de cuanto acontecía,  en Entre Ríos, respecto a la peste, y los pasos que se daban en torno a la puesta en vigencia del ARMISTICIO entre Bolivia y Paraguay; las noticias como a todos la llenó de alegría; también estaba al tanto que en el pueblo reinaba gran agitación debido a que las familias villamontinas se preparaban, con denuedo y  excitación, para retornar a la tierra de sus amores.  Ante tal evidencia Josefa le dijo a Indalecio, su capataz —mañana temprano partimos al pueblo, hay que amarrar los  caballos y las mulas—.  --No se preocupe patrona, contestó Indalecio, tempranito todo estará en orden—llegaremos, para hacer noche y descansar, donde su comadre Mercedes Herrera, no conviene transitar hasta muy de noche, me han comentao que los cuatreros están muy activos--.  A Josefa le costó conciliar el sueño, quería llegar a tiempo para despedir a los Salazar; estaba avisada de que la caravana hacia el Chaco partiría el lunes a las nueve y treinta. Tal cual habían planificado --Josefa, Salome, el capataz y el peón que apuraba a las mulas --arribaron a Entre Ríos el día domingo en momentos que repicaban las campanas de la iglesia llamando a los feligreses para la misa de la mañana. Como había tiempo suficiente, primero se dirigieron a su casa, allí los Salazar preparaban con mucho entusiasmo sus bártulos, había llegado para ellos, la hora de regresar a casa y a su río Pilcomayo; sentían alegría pero a la vez les embargaba un profundo dolor por la irreparable pérdida de María Victoria, un sentimiento encontrado, igual al que experimentaban otras familias por razones semejantes. El encuentro fue emotivo, a su turno se confundieron en cariñosos abrazos; con la voz entrecortada por la emoción y con lágrimas que le rodaban por la mejilla, Manuela Salazar le dijo a Josefa: --que alegría que haya llegado, hubiésemos lamentado mucho irnos sin verla. Sus palabras de aliento, en las cartas que nos escribió, han sido como gotas de agua en el desierto para nosotros. -- ¡¡gracias por todas las atenciones!!,  --me tiene que jurar que nos visitará; en Villamontes, siempre la estaremos esperando—. A lo que Josefa les respondió: – Queridos amigos, si Dios me lo permite, estaré a visitarlos con Salomé, para navidad, tienen mi palabra de honor--. –Les deseamos feliz viaje y mucha suerte.

Al día siguiente, lunes en la mañanita, como estaba programado, los villamontinos fueron  acompañados por prácticamente todas familias entrerrianas quienes se dieron cita a la despedida; las muestras de afecto se expresaron de diferentes formas pero predominaron los presentes en comidas y refrescos para el viaje. Así, nuestros hermanos partieron de regreso a la tierra de sus amores.

Ya en su domicilio, Josefa, buscando sustraerse  de sus preocupaciones y nostalgias empezó a pasar revista, una a una, a sus plantas preferidas, en particular a los jazmines del cabo, los que  estaban acomodados, estratégicamente, a lo largo de la galería y cuya fragancia embriagadora inundaba el ambiente; les habló, se comunicó con ellas y experimentó un agradable alivio, encontró que sus plantas estaban primorosamente cuidadas y mas bellas que cuando ella partió a Zapatera; los Salazar volvieron a su memoria.

En la noche,  inició ciertos arreglos y cambios de lugar de algunas cosas que se encontraban en cajas, unas encima de otras, luego retiró algunas prendas que se hallaban ordenadas sobre su cama, extendió cobijas limpias, experimentó un cierto cansancio y decidió acostarse, aun siendo temprano, pues pensó: “Mañana me espera un arduo día, tengo pendiente muchos asuntos.” Del siguiente día, utilizó toda la mañana y parte de la tarde en resolver algunos problemas; después del té, le aquejó un agudo dolor de cabeza, cortó una papa en rodajas y se las puso en la frente en busca de alivio; luego bebió una infusión de hojas de naranjo y finalmente quedó dormida. Los dos días siguientes, Josefa sufrió todas las manifestaciones que experimenta un ser humano como consecuencia de la bubónica; los médicos, pese a todos los esfuerzos, nada pudieron hacer para salvarla, finalmente, cerró sus ojos para siempre, era el dos de julio; de su entierro se ocupó el cuerpo de sanidad, no se permitió ninguna visita, pues se temía un rebrote de la peste. Su habitación, que había permanecido con llave durante su ausencia, había servido para que en ella anidaran algunos roedores, la brigada de tramperos, conocidos en el decir popular como “los rateros”, llegó al domicilio y procedió a armar  trampas para las temidas ratas. Todos los objetos que doña Josefa había almacenado en su habitación se incineraron, la casa clausurada en cuarentena. La población consternada lloró su muerte, Entre Ríos había perdido a una de sus hijas más queridas: solidaria, leal, siempre dispuesta a ayudar al otro, cualquiera que fuese.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   
                                                               FIN
Fernando Soto Quiroga

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